La hora más oscura

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Hoy, Domingo de Resurrección, el mundo sigue abatido por los efectos devastadores del Coronavirus, el COVID-19, que se expande rápidamente, sin conocer de fronteras, ni creencias políticas, ni religiosas, dejando a su paso una estela de dolor y miedo:  1.777.515 contagiados y 108.862 muertos, en poco más de dos meses de haber sido declarado como pandemia por la Organización Mundial de la Salud.

Algunos países han sido golpeados de manera más dura que otros, a pesar de contar con sistemas de salud robustos, públicos, con amplios recursos. Algunas imágenes son desgarradoras, entierros sin dolientes, camiones con ataúdes, fosas comunes, desesperanza e impotencia. Muchos liderazgos políticos han tenido que ceder en su prepotencia o quedan expuestos en su esencia, desde Boris Johnson hasta Jair Bolsonaro. Otras grandes potencias mundiales, como los EEUU, han colapsado ante la ausencia de un sistema de salud público, de acceso gratuito para todos. La situación en la ciudad de Nueva York es alarmante, las imágenes de la fosa común en Hart Island en el Bronx, es perturbadora.

Los liderazgos mundiales y las capacidades de respuesta de los países desarrollados, se han puesto a prueba, con reacciones distintas, decisiones que luego se evaluarán cuando todo vuelva a la normalidad, aunque nada será igual. Quedaron pulverizados aquellos que se atrevieron a hacer análisis de “costo-beneficio”, entre el impacto económico y la muerte de los ancianos o los enfermos.

El COVID-19 ha golpeado a los países más desarrollados, los ha golpeado luego de infiltrarse, cual “enemigo invisible” y ha hecho irrupción, de manera sorpresiva y violenta, en el seno de estas sociedades.

Los grandes medios de comunicación se han encargado de llevar el tema y los detalles de su impacto a todo el hemisferio, donde por supuesto, se crea la alarma, pero a la vez, la conciencia de las dimensiones y características de la pandemia. 

Así, el mundo se ha sensibilizado ante un tema que nos golpea a todos por igual, que deja de ser problema de “otros”, o muy lejanos, como la guerra en Siria, en Yemen, la acción del ISIS, Irak, Darfur, Palestina o los Saharauis o la tragedia de los migrantes latinoamericanos que tratan de llegar a los EEUU o que cruzan a pie Los Andes saliendo de Venezuela, o los miles de africanos que mueren tratando de atravesar el Mediterráneo, en su esfuerzo de escapar a la violencia o la pobreza en sus países. 

Ojalá algún día el hambre, la guerra, la violencia, el sistema económico injusto, la destrucción del medio ambiente, el colonialismo, sean también titulares globales, temas para la reflexión y la acción.

La pandemia le ha metido una tranca a la gigantesca rueda de la economía mundial, al capitalismo, un sistema depredador de recursos naturales, globalizado, donde se estimula el individualismo y el lucro como objetivo último. Donde todo se ha convertido en una mercancía, donde el ser humano se ve atrapado en una dinámica de la que ni siquiera está consciente. Con este alto a la dinámica infernal, vuelven los delfines, ballenas y los peces, disminuyen las emisiones, se atenúa la dimensión del agujero a la capa de Ozono, baja la contaminación del aire. 

El ser humano, golpeado en sus temores más profundos, vuelve a mirar a su alrededor, a sus seres queridos, dedica más tiempo en la cuarentena mundial, que ya alcanza a 3 billones de personas en el mundo. Vuelve la solidaridad con los vecinos, así sea desde los balcones. En las grandes ciudades vuelven los ejemplos de desprendimiento y sacrificio; destacándose el personal médico, enfermeras, personal auxiliar, de protección civil, a quienes se les aplaude porque están en la primera línea de la batalla contra la muerte de los ancianos, los enfermos, los más expuestos. 

El ser humano vuelve a su esencia, a su condición maravillosa que le ha permitido sobreponerse a las dificultades, la esperanza, la solidaridad, su carácter gregario, su capacidad de organización, su sensibilidad. Hay esperanzas de que esta tragedia deje espacio a la reflexión y a la posibilidad de detener el curso de la aniquilación del planeta, de su propia existencia.

El virus se extiende ahora hacia América Latina y África, a los países pobres, cayendo en el terreno de lo desconocido, donde no se hacen las pruebas clínicas, ni los “test” para determinar la presencia del Coronavirus, donde no hay estadísticas sanitarias; países donde no hay información alguna, ni boletines epidemiológicos, ni sistemas de salud, donde la gente muere permanentemente de cualquier cosa, por falta de medicamentos, falta de asistencia médica, falta de servicios fundamentales, de agua, electricidad, de alimentos o por enfermedades que habían sido erradicadas hace años, como el paludismo, la difteria, etcétera, y que vuelven a golpear a los más pobres,  Muy lamentablemente, es el caso de Venezuela. 

Nuestro país está asfixiado por una verdadera tragedia económica y social, a la cual se suma ahora el Coronavirus. El gobierno ha ordenado una cuarentena y ha utilizado el miedo natural en la población, la angustia colectiva, para declarar un verdadero estado de sitio, donde la gente debe quedarse en casa, sin tener posibilidades de sostenerse. 

Los números y estadísticas que dan los más prominentes responsables de este desastre, son falsos, mienten, manipulan. Actúan con la indolencia del que sabe que no rinde cuentas a nadie… por ahora. 

La cuarentena se ha convertido en una excusa para dejar a la gente a su suerte, aislada. Pueden mantenerse en cuarentena, ese sector cada vez más reducido de la población que tiene recursos para adquirir alimentos al precio que sea, o que vive en Caracas, o que le llega agua o electricidad. Pero esa no es la mayoría, ni son los más vulnerables, de alguna manera se las ingenian.

Pero cómo se sostiene en cuarentena, o sin ella, una población que percibe un salario mínimo de 2,12 dólares al mes, 7 centavos de dólar al día, muy, pero muy por debajo del umbral de la pobreza establecido por la ONU de 1,9 dólares diarios; con una devaluación espantosa, donde el tipo de cambio ha adquirido niveles nunca vistos en la historia, hoy se cotiza 1 dólar en 117.395 bolívares; con una hiperinflación inédita, de 145.37 % entre enero y marzo de este año;  una pobreza que alcanza a más del 90% de la población; una economía destrozada, con una caída del 63% acumulada en 6 años, antes de los efectos del COVID-19; con nuestra principal empresa PDVSA destruida por la intolerancia y la irresponsabilidad del gobierno. 

¿Cómo se sostiene la población en los barrios, en el interior, en los campo, en un país donde, por primera vez desde el sabotaje petrolero del 2002-2003,  no hay gasolina, ni diesel, ni gas para las bombonas para cocinar; donde no hay agua para la higiene, ni para el consumo; donde no hay comida, ni medicamentos; donde hay apagones y cortes del suministro eléctrico de más de 4 a 12 horas diarias, en grandes estados como el Zulia, no hay electricidad; donde no hay transporte, ni medios de comunicación, ni internet; con un país militarizado, violento, de crímenes atroces, del FAES, del miedo, con presos políticos, trabajadores secuestrados, con las empresas en ruinas; PDVSA destruida y rematada; con el Arco Minero saqueado, con la poca producción agrícola pudriéndose en los campos, porque no hay como sacarla, llevarla a los mercados? 

Un país del que han salido más de 4,7 millones de venezolanos, entre ellos excelentes médicos y personal de salud; un pueblo desesperado, temeroso, arrinconado, sin esperanzas, con un gobierno indolente, criminal, con una oposición intolerante, torpe. 

Con motivo del Domingo de Resurrección, el Papa Francisco en la vigilia Pascual, hizo unas reflexiones que parecen dirigidas a los venezolanos y que me permito citar. 

Refiriéndose a los momentos posteriores a la muerte de Jesús en la Cruz, dijo: “Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? (…) a memoria herida, la esperanza . Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura”. 

En ese contexto, dice el Pontífice, “(…) No teman, no tengan miedo” y prosigue “En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza (…) no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra…”. Finalizando, “la oscuridad y la muerte no tienen la última palabra”.

El problema fundamental en nuestro país es la resignación del pueblo a vivir en esta tragedia, aceptar un cúmulo de calamidades y problemas que no tienen ni justificación, ni razón de ser. Hoy es un momento para la reflexión y la fe, pero también, para reafirmarnos en la necesidad de hacer algo por salir de este abismo, donde nuestro país confronta los más grandes retos hacia el futuro. No dejemos de lado la esperanza, ni las razones sagradas para luchar, nuestro pueblo merece un país y un destino distinto a este, donde estamos sumidos en la hora más oscura.