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La Peste

Una ciudad afectada por una epidemia de peste bubónica es perturbada  a su vez por las medidas restrictivas de cuarentenas, por la especulación y el tráfico de insumos de gente despiadada y por la paranoia colectiva ¿Quién se apesta primero? Están aquellos que dedican su tiempo en colaborar con salvar a los enfermos de manera efectiva: el médico. Los que salvan las almas y culpan al pecado: el sacerdote. Los picaros aprovechadores: el comerciante. Más allá el escéptico, el hombre de poca fe, los paranoicos, los espías y delatores etc. Luego aquellos que tienen un proyecto de vida truncado, el novelista y el enamorado.

En nuestra propia «peste» tenemos nuestros equivalentes. Dependiendo de cómo nuestros “personajes” desarrollen sus vidas, esta historia tendrá un final feliz o trágico. Nuestros correlativos de Cottard y de Rieux son en realidad los dos grandes antagonistas de esta historia, aparte de la ciudad en su conjunto, con su gente que se infecta y se cura, o se muere (se calcula un 1% de la población total, entre infectados o no, de muertes, según los ingleses, esto sumaría en Venezuela un total de 300.000, casi como regresar a la población de hace 20 o más años atrás).

Cottard representa el carácter de aquel que saca provecho de la situación para beneficio propio. Digamos que cada uno de los políticos y comerciantes de este país tiene un Cottard en su corazón (digamos que representa al capitalismo). Y Rieux representa a los médicos cubanos y venezolanos que de manera desinteresada quieren encontrar una cura a la peste, un remedio definitivo para librarnos de ella, es el otro extremo. En Venezuela hay muchos que llevan un Rieux en su corazón (mi amiga Yelitza, por ejemplo. Representa al espíritu socialista). Otros, que creemos en el socialismo pero más allá creemos en el arte, como Grand, nos dedicamos a esto, a escribir, buscamos en esto nuestra propia salvación, así sea en vano.

La peste es una epidemia real que infecta nuestros cuerpos pero que a la vez infecta nuestras almas y nuestro espíritu (Wilhelm Reich llama “peste emocional” al fascismo, por ejemplo). El miedo a la muerte es un detonante muy efectivo de aquello de lo que estamos hechos. Nos proyecta lo mejor de nosotros pero nos puede disparar lo más feo. Por miedo podemos perder la piedad y llegar hasta matar; por miedo a morir, matamos al otro. Por miedo a morir podemos morir. Pero sin miedo a morir, frente a la muerte, de cara a ella, podemos salvar vidas, tanto físicamente como en su espíritu menguado.

Algunos científicos insisten en que el miedo baja nuestras defensas frente a las enfermedades infecciosas, y eso debe ser cierto (yo creo en eso), lo que significa que todas esas personas histéricas y exaltadas por defenderse solo ellas y sus familias del resto de sus vecinos o conciudadanos, ¡paranoicas!, son propensas a que se les haga realidad la enfermedad e incluso la muerte, cuando pierden el juicio. Pero los que salen a la calle a ayudar a sus hermanos, ya, de hecho, están vivos y viviendo la aventura de sus vidas (para ser enfático).

La vida sin sentido no tiene mucho valor humano, es una manera natural de existir sin propósitos, a veces sin el más elemental para un ser vivo: el de la procreación o perpetuación de la especie. Vivir por vivir, es un desperdicio, además de ser muy aburrido.

Este debería ser un momento para cambiar nuestro afán de éxitos vanos, de acumular lujos y vanidades, porque ¡ya sabes que en cualquier momento la muerte toca a tu puerta!, sin que necesariamente estés precavido… Como solíamos hacer antes de esta pandemia, que solo pensábamos en la parca,  cuando nos diagnosticaban un cáncer o sida o un enfisema pulmonar.

Ahora la vida cobra más sentido, no se puede perder el tiempo, debemos amar y mostrar que amamos a alguien o algo, tomar las cosas con más calma, porque ya nos percatamos, ya sabemos que somos finitos, mortales, se siente en el silencio de la calle. Y no, al contrario, desenfrenarnos como Cottrad y llenar el saco de monedas, atarugarnos de comida, y saciarnos en nuestros vicios y desenfrenos, como si un alma sin propósitos humanos pudiera llenar en pocos días (ni siquiera en toda una vida) un abismo de insatisfacciones, en su mayoría pueriles.

La vida es la vida de todos, como especie, como humanidad o no es de nadie. Hay que trabajar por ella, para ella. Sólos, egoístas y mezquinos, moriremos sin pena ni gloria.  Ante la muerte de toda una ciudad no se puede actuar tan pragmático, nunca se sabe quién va a morir, si la enfermera o el presidente de la república. Los números dicen que van a morir 300.000 almas en Venezuela, pero nadie sabe cuáles. Probablemente ancianos y enfermos crónicos, pero también cobardes, miedosos crónicos, paranoicos, ambiciosos, pícaros; eso es justicia poética real.

El pragmatismo deja de tener sentido ante la muerte, no se puede salvar de forma exclusiva nada ni nadie, ella se infiltra a través del miedo – como los perros y los tigres, lo huelen –. Ante la muerte del espíritu no hay fórmula fácil, hay que pensar y actuar con método, con compromiso, con un propósito claro… si no, luego de perecer la cuota de los 300 mil, el resto seremos candidatos a morir de mengua, esclavos hasta el último día de nuestra existencia del miedo, y desapareceremos como pueblo, nación, y mucho más, como especie.

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